Relatos: Mis memorias en la Residencia de Villarcayo |
- MIS MEMORIAS EN LA RESIDENCIA DE VILLARCAYO
Por Javier Ansede
Sopelana, 8 de Octubre de 2009.
PROLOGO
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Un día, mi hermano Juan Carlos vino emocionado del colegio. Le habían hablado de un sitio maravilloso donde pasar el curso siguiente ─5º E.G.B.─. Convenció a mi madre y se embarcó en la aventura. Tal fue su entusiasmo que ese año (1977-78) tenía asignado el número 1. El primer día que fui con mis padres a visitarlo, lloraba a orillas del río Nela como nunca le había visto. “Quiero irme a casa”, decía, mientras les daba a mis padres instrucciones de niño para conseguir sacarlo de allí. No le sirvió de nada.
Poco a poco se acostumbró, y cuando venía a casa me contaba sus aventuras, las cuales escuchaba con cierta envidia, aunque no me atraía la idea de ir para allá. Noté sobre todo que su habilidad al ajedrez creció enormemente y ya no le tenía que insistir, como años atrás, para echar una partida. Me machacaba con su “jaque mate pastor”, y me volvía loco moviendo sus caballos y alfiles. Yo seguía intentando sacar las torres, las únicas fichas con las que me sentía a gusto.
Al año siguiente no hubo votación. Yo tenía que repetir curso, así que mis padres decidieron mandarme a la Residencia de Villarcayo. Mi hermano no fue, pero por lo menos la vida dentro me sonaba.
Ese año (1978-79) hice 6º de E.G.B. con Sor Teresa Murillo, y mi monitora era Marisa. El dormitorio daba al campo de fútbol y estaba situado en el extremo más cercano al comedor. Las zonas de dormitorios tenían nombres rimbombantes, como por ejemplo “Medianos mayores A”. En la camarilla, con camas de colchas a rayas, estábamos seis. Recuerdo a dos de Zorrotza como yo: José Ramón y Félix. A otro, que decía tener un tío que hacía caramelos ─aunque a mi me parecían comprados en una tienda─. Otro chileno, buen amigo mío, pero que ahora no recuerdo su nombre, en parte porque creo que le llamábamos “Chileno”.
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Mis padres parece que quedaron contentos y decidieron mandarme allí otro año más, esta vez con mi hermano para que me hiciese compañía. Era el curso 1979-80, y haría 7º de E.G.B. con Margarita de profesora, y Gloria de monitora. Pasé de un lado al otro de las taquillas, y esta vez estaba en el dormitorio de los “Mayores” de verdad. De la camarilla, con colchas de rayas rojas, sólo recuerdo a mi hermano, y a su vecino de enfrente: Iñaki ─creo que ahora es un prestigioso Webmaster─.
La vida estaba planteada como una rutina, pero éramos niños, expertos en hacer de cada día una aventura. Mis recuerdos del primer año se mezclan con los del segundo, aunque con esfuerzo creo que los encajo bien. Aún así, pienso que el curso 1979-80 es del que mejor recuerdo guardo. Yo era mayor. Las monjas no estaban y eso se notaba, a mi parecer, en la desaparición de algunas normas absurdas. Este cambio de rumbo creo que empujó a un mayor entusiasmo entre algunas monitoras.
COMIENZA EL DIA
Todas las mañanas la actividad era frenética. Había diferencias entre mi primer año y el segundo.
En el primero, recuerdo el problema de mearse en la cama. Era como una plaga. A los reincidentes les ponían un plástico entre la sabana y el colchón. Otros hacían la cama a todo correr con la esperanza de no ser descubiertos. A mi alguna vez me pasó, sobre todo los primeros meses. Lo que en casa para muchos de nosotros era impensable, lejos de casa y de nuestros padres ocurría. Creo que a las noches, inconscientemente, era cuando más echábamos de menos la protección de nuestras familias.
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El segundo año, con Gloria, eso estaba olvidado, y raro era el caso. Dicho año lo importante era ir a la ducha antes que nadie: una auténtica locura. Algunos se quitaban el pijama y cogían la toalla para que, cuando sonase la música ─que supuestamente nos tenía que despertar─, sólo tuvieran que salir corriendo a ponerse en la cola. Los de las camarillas cercanas al pasillo central llegaban a saltar la pequeña mampara. Gloria, sabiamente, decidió hacer dos turnos: un día los de un lado irían primeros a la ducha, y después harían la cama, mientras que los del otro lado harían lo contrario. De esta manera, la locura se redujo a la mitad. Todos estos esfuerzos no eran en vano. A esas horas hacía frío y quedarse en la cola con una toalla blanca a la cintura y otra más pequeña a modo de mini-capa no era muy agradable, por lo menos para algunos. A mí me daba igual.
Una vez concluida la primera rutina del día, nos dirigíamos a desayunar. Había dos entradas al comedor, dos pasillos ─uno para los chicos y otro para las chicas─ con casilleros numerados a cada lado donde estaban las servilletas. Cada uno cogía la suya y se iba a su mesa. La posición en las mesas era más o menos fija, todos ordenados por sexo y edad. Los chicos mayores estábamos al fondo. El comedor era grande e incluso sobraba sitio más al fondo. A la derecha, hacia la mitad, estaba el micrófono para hablar y bendecir la mesa, y un poco más adelante, en la repisa de las enormes ventanas, se dejaban las medicinas. Era como una farmacia. Durante un tiempo tuve ahí mi bote de “Calcigenol”, una medicina que posiblemente no necesitaba, pero como mi hermano mayor la tomó...
El desayuno era, un día mantequilla, pan y Cola-Cao, y otro paté, pan y Cola-Cao. Puede que alguna cosa más. El Cola-Cao tenía, como peculiaridad, muchos posos: pobre del que le tocará el final de la jarra. Pero te acababas acostumbrando a su sabor. En el desayuno teníamos el “hecho diferencial residenciano”: el pan untado con paté y mojado en el Cola-Cao. Algún día años después he tenido los elementos necesarios en la mesa, y para asombro de los comensales lo he vuelto a hacer. No es lo mismo pero me sigue sabiendo sabroso.
LAS CLASES
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Entre semana, después de desayunar, íbamos a las aulas donde había unos pupitres de color madera, bastante desgastados por el paso del tiempo. Tenían por debajo una especie de balda de unos 20 cm. para poder poner un libro abierto y sacarlo disimuladamente en los exámenes, aunque supongo que no era ése su cometido. Yo no lo hacía.
Recuerdo que el primer año, con Sor Teresa Murillo estábamos separados. Las chicas a un lado, y los que no eran chicas al otro. Creo que hubo un problema con unos mellizos, chico y chica, que se querían sentar juntos. El segundo año, sin embargo, pasó algo curioso, ya que nos dijeron que podíamos sentarnos como quisiésemos. Al final, las chicas se pusieron al lado de la ventana ─que era el que más luz y mejores vistas tenía─ y los chicos donde pudiésemos. Yo me puse con un tal Bote ─era el apellido─, primo de Riego, “el gracioso” de la clase. Al tal Bote le dio por llamarme ”poti”, que según él significaba “compañero” en euskera. ¡Sería en su pueblo!
Los profesores eran completamente diferentes entre si.
A la profesora de inglés, Margarita, la recuerdo como tímida y algo inocente, y me sorprendía que viviese interna en la Residencia, como las monjas. Un día, y emulando a las escuelas coránicas, instauró la costumbre ─cuando teníamos clase a primera hora con ella─ de leer un pasaje de la Biblia, elegido por nosotros. Luego nos explicaba lo que significaba, por si alguien no lo había entendido. Después venían las reflexiones de los alumnos, que por no dar clase hacían lo que fuese. La verdad que resultaba bastante ameno.
De vez en cuando nos hablaba de su vida privada. Un día nos contó que estaba sola en casa de algún familiar y se le fue la luz. Llamó a Iberduero, vino un tío, le subió el interruptor del automático y le cobró una pasta. Pensemos que por esa época había mucha gente que aún tenía en casa los famosos plomos, esas tapas donde se colocaba un hilo de cobre a modo de fusible casero, como única protección de la instalación eléctrica.
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Recuerdo que nos contaba cosas que te hacían pensar, como aquel día de primavera ─que la sangre altera─ en que corrían rumores de que chicos y chicas se internaban juntos en las profundidades de los abetos. Dijo: “La fruta que madura prematuramente se cae antes de tiempo”. Hoy en día, cuando me reúno con mis amigos metafísicos, le seguimos dando vueltas al significado de aquello.
Un día, en clase, se le cayeron las faldas. Afortunadamente para ella, no se había quitado aún el abrigo. Nunca me olvidaré de la sonrisa que usaba para esas ocasiones, la misma que usó cuando, por alguna razón, tuvo que entrar a clase de Geografía y sorprendió al profesor sentado sobre la mesa, dando la clase. ¡Con lo correcta que era ella!
El profesor de Geografía, y supongo que también de Historia, era bastante campechano y nos hablaba como si estuviera con adultos. Nos contaba, con toda naturalidad, lo mal que le parecía el naciente sistema autonómico, por el derroche que suponía. Yo escuchaba e intentaba entender cómo algo tan claro y evidente no era compartido por la mayoría de la gente. Recuerdo que una vez provocó un escándalo entre los alumnos cuando confesó que su mujer corregía los exámenes. "¿Pero cómo? ¿Tu mujer es profesora? ¿Tiene alguna titulación ─luego resultó que sí─ que le capacite para tan alta responsabilidad? ¿Nooo? ¡Menudo escándalo...!". Qué ingenuos éramos.
El director era cazador. Qué caprichosa es la memoria: vaya datos que guarda. Cazador, porque un día nos habló de que se puede comer turrón todo el año, no sólo en Navidad: “Sin ir más lejos, el otro día fui a cazar y mi mujer me metió en la mochila turrón”. De él recuerdo que nos daba ciencias también.
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Me acuerdo de un día que felicitó a José Angel P. por un examen. Parece ser que las respuestas eran las suyas, y no como hacíamos el resto, que era colocar como buenamente podíamos lo que habíamos memorizado.
También le recuerdo lamentándose por la muerte de Félix Rodríguez de la Fuente, aquel día que fuimos a Medina de Pomar a un homenaje tras su reciente fallecimiento. Ese día se plantaron árboles. Una chica le decía a otra: “Cuando crezcamos, veremos estos árboles ya grandes, y se los podremos enseñar a nuestros hijos”. Supongo que ahora habrá allí chalets adosados.
Otro día fuimos a una charla sobre lo bueno que eran las centrales nucleares. No podré olvidar la pregunta que el director le hizo leer al “empollón” oficial de la clase, un chico rubio con gafas muy majo. Venía a preguntar, más o menos, que cuál sería el efecto si cayese una bomba atómica sobre una central nuclear, sólo que el texto era bastante largo y le llevó su tiempo enunciar la pregunta. Creo que el conferenciante tardó bastante menos en responderla.
El cura nos daba Religión. Me parecía que era joven para ser cura, más que nada por la imagen que tenía de la edad de los curas. Recuerdo que a veces nos contaba cosas curiosas, como una vez que fue a un pueblo en el que había aparecido el cuerpo incorrupto de alguien, e iba a ver si pudiera ser un caso de santidad, o como se diga. Al final fue una falsa alarma. Otra vez me sorprendió cuando comentó que los besos en la boca que se dan en las películas son una especie de efectos especiales, que en realidad los actores ni se ven para rodar la escena.
De Sor Teresa me acuerdo lo estricta que era, aunque no recuerdo más razón de ello que el aspecto serio de su cara. Le gustaba animarnos para que, al salir de clase, corriésemos y saltásemos. En una ocasión, al mediodía tuvimos una especie de asamblea en los dormitorios. No recuerdo el tema que se trató, pero sí recuerdo hablando a Gloria. Como yo estaba con Marisa posiblemente la reunión fue de los dos grupos ─“Mayores” y “Medianos mayores A”─. El caso es que esa misma tarde Sor Teresa se percató de que estábamos inquietos en nuestros asientos, y nos preguntó a ver si había alguna razón para ello. Cuando le contamos lo que habíamos estado haciendo, ella se sorprendió y se reafirmó en su idea. A mi me extrañó que ella no supiera nada del asunto.
LOS JUEGOS
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Cuando salíamos de clase nos íbamos a jugar un rato. Había muchas posibilidades, dependiendo del tiempo.
A media tarde salían unas chicas del comedor, con unos cubos grandes de plástico donde se amontonaban los bocadillos. No se formaba mucha cola si eran de chorizo, pero sí que había gente cuando tocaba de Pralín, o pan con un trozo de chocolate.
Durante un tiempo, en mi segundo año, se salía a jugar también después de cenar. Parece ser que anteriormente se hacía, pero con posterioridad se dejó de hacer. Pues bien, nosotros hicimos eso en el mismo año: hacerlo, y dejarlo de hacer.
Yo recuerdo las largas horas jugando al ajedrez, o a juegos de mesa. Sobre todo los días de invierno en los que llovía. Mis favoritos eran el Cluedo y el Risk. Creo que se traían de casa, ya que por lo menos el Risk tenía propietario. Otras veces hacíamos partidos de fútbol con Iturris. Les poníamos un papel bien cortado en su interior con el color de nuestro equipo, y de balón usábamos una canica. Pintábamos en el “sintasol” de la sala de juegos el campo, y a jugar. Éramos unos pocos los enganchados, pero para hacer alguna liguilla ya nos daba.
Yo no era de fútbol. No porque no me gustase, sino porque como no jugaba bien, no me pasaban el balón ni aunque estuviera solo delante de la portería. Así que un grupo de marginales jugábamos al béisbol, en los campos más cercanos a las piscinas. Para ello, usábamos palos que encontrábamos por la chopera y una pelota de tenis o similar.
Otra de mis aficiones era ir a incordiar a las hormigas. Pobres de ellas si caía una lupa en nuestras manos... Alguna vez cogíamos un insecto mayor y lo dejábamos en la entrada del hormiguero, a ver cómo se lo llevaban para adentro. Otros días las miraba sin más. Y es que yo no había visto hormigas tan grandes.
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En mi primer año, 1978-79, nos dio por buscar fósiles, y ya puestos, restos arqueológicos de otra índole. Así, José Ramón de Zorrotza, alguno más y yo fuimos donde la profesora Sor Teresa con un montón de piedras a ver si podían ser una punta de lanza o yo que sé. Tras observarlas con un disimulado interés, dictaminó que eran piedras corrientes y molientes. La verdad es que encontrar un fósil de una caracola ─mi sueño─ era casi imposible.
Ese año también fui aficionado a los columpios, o a ese arco de tubo metálico pintado de colores infantiles que pasaba por debajo colgado o bien lo cruzaba de pie por encima. Había otro que era como una construcción del mismo tubo formando cubos de aire: el laberinto. Me metía por un lado, y salía por el otro de la forma más contorsionista que pudiese.
Otras veces le pedíamos a Marisa que pusiera música de Elvis, y hacíamos como que bailábamos. Me encantaba ─y me encanta─ bailar, pero no estaba bien visto.
Un día del segundo año que llovía, y estando en los dormitorios, vi que Gloria había sacado pinturas de cera para dibujar en una tela extraña. ¿Recordáis aquellas postales en las cuales aparecían niños dibujados con cabezas y ojos grandes tipo comics Manga? Pues copiábamos aquellos dibujos. Yo dibujé un niño de esos, vestido de Robin Hood. No sé dónde estará ahora ya que me lo “requisaron”, pero me imagino que si lo veo ahora me desilusionaría. Lo digo básicamente porque hice alguno más, y uno de ellos acabó enmarcado en casa de mis padres. En fin, era joven e inexperto.
También sé que hicimos otras cosas, como escribir en platos. Se hacían en una habitación anexa a la sala de juegos. Yo estaba todos los días allí, ayudando a otros niños a hacer un dibujo o escribir con unas bonitas letras. Uno de ellos, un tal Valentín, recuerdo que me pagó 50 pesetas por hacerle un plato para regalárselo a su padre. A mí me dio reparo aceptarlo, ya que me parecía mucho dinero, pero él insistió. Quién sabe, puede que ése fuera mi primer sueldo. Los textos eran algo referente al Día de la Madre ─“Madre, tú eres: luz y calor; perfume y Amor”─, o al del Padre: el famoso “Artículo primero: papá siempre tiene razón; artículo segundo: cuando papá no tiene razón, se aplica el artículo primero”. Creo que mi padre no se lo creyó nunca. La directora llegó a “diseñar” una de las flores que dibujábamos, aunque yo le quité los estambres, ya que me parecía que sobresalían demasiado de la flor. También llenábamos unos diminutos tarros de cristal con flores secas, previamente teñidas. Puede que parte de esto fuese para financiar la excursión a Burgos.
LA EXCURSION A BURGOS
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En 7º fuimos de “excursión fin de curso” a Burgos ─capital y provincia─. Para ello, no sé cómo, estuvimos reuniendo dinero. Sé que hicimos una rifa, y que el profesor de Geografía no nos compró ni un solo boleto. Usó el argumento de que, por ese precio, se hacía una quiniela en que el premio era más sustancioso. Parece que no le importaba lo de las probabilidades de que le tocase una u otra cosa. Supongo que era de los que jugaban por la ilusión.
Para dicha excursión se utilizaron uno o dos autobuses. Los padres de uno de los niños también vinieron, e iban detrás con su coche. El camino estaba lleno de curvas y carteles de “Burgos, tierra del Cid”. Estuvimos viendo la catedral con el cura, que nos hacía de guía. Dada su condición, y supongo que gracias a sus contactos, entramos a un sitio donde habitualmente no entraban visitantes. Nos enseñó un cuadro parecido a la Mona Lisa. Después de la visita fuimos a una especie de parque, al lado del río, y de un verdor que se me hacía extraño ver por esos lares. Allí comimos y jugamos, nos perdimos y nos encontramos. Al final, creo que no se quedó nadie en tierra y fuimos a un monasterio, otro lugar donde las influencias del cura nos vinieron bien. No tengo ni idea de dónde era, pero recuerdo que me gustó más que la espectacular catedral de Burgos. Yo soy más de monjes que de obispos. Nos llevó a una sala, y nos puso a todos mirando a una especie de armario. “Poneos ahí, que os voy a hacer una foto”, dijo. Pero lo que hizo fue abrir ese armario, tras el que se escondía un fabuloso retablo. Todos lanzamos un “Oooohhh”. En el claustro había tumbas. En una de ellas, el cura o monje del lugar nos relató una leyenda acerca de la mujer que yacía en ella. Al lado había una campanita, y nos contó que la gente la tocaba pensando en su amor. Sé que el cura se apresuró a evitar que a todos los niños nos diera por tocarla, y dijo que era sólo para adultos. Así que sólo la hicieron sonar algunas monitoras.
EL FIN DE SEMANA
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Al igual que ahora ─treinta años después─, todos esperábamos impacientes el fin de semana. El sábado hacíamos excursiones a pueblos vecinos, al campo de aviación o a unas tumbas medievales que nosotros llamábamos “tumbas celtas”. Tengo el recuerdo de unas en particular, a las que había que subir casi trepando. Cerca de lo alto había algunas labradas en los laterales de la piedra; arriba estaban en el suelo, también cavadas en la piedra. Nos metíamos en algunas que parecían hechas a nuestra medida.
De otras excursiones, me acuerdo del camino, y de las canciones: “Atención, atención, Martín Villa es un cabrón…“; y otras políticamente más correctas, como la de “un elefante se balanceaba...”.
El “monasterio de piedra”, cercano a la Residencia y al otro lado del río, estaba en obras. Un día, algún monitor de domingo ─porque creo que ese día había monitores “ocasionales”─ tuvo que apagar, creo que un generador, al que algunos prendieron fuego. Esa fue de las gordas. Pero no sé más porque yo no estaba.
Otras veces salíamos con todos los artilugios para cocinar unas tortillas de patata fuera. Me llamó la atención que supiesen igual que las que ponían en el comedor, con aquel regusto que daba el huevo quemado. De esas caminatas recuerdo una conversación con un tal Aitor E. Contaba sus planes de hacer una caminata de varios días por la zona, con una mochila, emulando el “Viaje a la Alcarria” de Camilo J. Cela.
La mayoría de las salidas eran más humildes: simplemente íbamos a la chopera. Aunque lo que realmente nos gustaba de la chopera era el río Nela. Hacíamos “puentes”, tirando algún tronco, o pequeñas presas en las orillas. Una vez tuve que ir donde las monjas con el pantalón empapado hasta las rodillas. Parece ser que el puente no pasó la prueba de carga. No me castigaron, pero Sor Teresa, la cual solía decir que los niños deben de estar corriendo y saltando cuando salen de clase, se resistía a aceptar las consecuencias de esas recomendaciones. Estaba prohibido bañarse, y esa era la explicación por la que algunos niños se bañaban. Recuerdo a mi hermano bañándose con otros. Yo pensé: “Este está loco”. Y no por el posible castigo, sino porque el agua estaba helada, y cortaba la respiración.
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El sábado a la tarde te podías duchar si te apetecía. Recuerdo esas tardes en el dormitorio viendo series como “Los Ángeles de Charlie”, todos amontonados en el suelo delante de un pequeño televisor. Un tal Riego solía hacer comentarios chistosos. Bueno, la verdad es que siempre estaba haciendo comentarios chistosos.
El domingo era el día más especial, o mejor dicho, diferente. Primero, aunque no estoy seguro, íbamos a misa en ayunas. Las misas las recuerdo como una actividad que no me disgustaba. Todos vestidos con nuestras mejores galas. Los chicos a un lado, y las chicas al otro. La capilla o iglesia era una maravilla. El interior, casi todo de madera, tenía un olor muy peculiar, causado, posiblemente, por los productos que se usaban para limpiarla. Había también unas vidrieras muy “infantiles”. Podría decirse que era una iglesia para niños, sin esas imágenes tétricas de otras iglesias. Se respiraba más alegría.
Ese día los desayunos eran especiales y teníamos las típicas tarrinas de mermelada. La emoción se palpaba en el ambiente, ya que al final del desayuno se leían unas tarjetas, como si de un concurso de televisión se tratase, con los nombres de los que tenían visita. Aunque normalmente sabíamos si iba a venirnos a ver la familia, siempre abrigábamos la esperanza de una visita sorpresa.
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Cuando venían mis padres, solíamos ir al Soto, donde había un antiguo matadero en ruinas; o a Puentedey, donde siempre pedía unas tortas hechas con manteca de cerdo, salpicadas con azúcar. Años más tarde fui a ese bar, pero ya no las hacían.
A la tarde, tras recibir la paga que administraban las monitoras, los que no habíamos tenido visita íbamos a la plaza del pueblo. Una plaza totalmente típica: típico quiosco, típicos árboles, típicos bancos de la Caja de Ahorros del Círculo Católico, típica cafetería... Si hacía mucho frío, nos dejaban una pesada trenca azul oscuro, de la época en que se usaba uniforme. Salíamos por la puerta pegada al cementerio y pasábamos al lado de una bolera, la cual consistía en tres tablones embebidos en tierra pelada por el uso, y poco más. Pasábamos por una calle llena de castaños de indias, torcíamos a la izquierda y cruzábamos hacia la plaza. Allí nos esperaba un kiosco donde comprábamos nuestras cosas. Cada uno tenía su rutina: un regaliz de Zara, un paquete de pipas, tres gominolas y unos chicles de fresa ácida. Esto variaba en función de las modas, o lo que hacía el de al lado. En frente había tres cabinas telefónicas. Yo creo que sólo las use aquel día que alguien descubrió que una de ellas no funcionaba bien, y no hacía falta meter dinero.
Más entrada la tarde del domingo, cuando ya habían acabado las visitas, íbamos al cine, donde veíamos películas de lo más curiosas. Creo que no he vuelto a ver ninguna de ellas de nuevo. Recuerdo una del oeste, donde alguien viajaba en un aparato motorizado extraño. Sé que llegó a un pueblo, y en vez de atracar el banco como era lo habitual, el tío creó uno. Recuerdo que medía el espesor del fajo que le entregaban para calcular el dinero que había. Películas curiosas de las que no he vuelto a oír hablar.
LAS MODAS
La revista Super Pop, ¡vaya moda! Increíblemente, todavía existe. De vez en cuando la comprábamos. A mí me dio por coleccionar unas fichas de animales. En un cuaderno pegaba la foto del animal en cuestión, y debajo copiaba con mi mejor letra lo que decían del bicho. Era un bonito entretenimiento para la melancólica tarde de domingo. Después lo guardaba en la mesilla de tapa de formica. Yo seguía la pista a Tequila, que era de lo poco que me gustaba. Otros seguían las andanzas de los Pecos, Miguel Bosé, Rod Stewart o cualquier otro.
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Otra moda fue la de las camperas. Conseguí que me comprasen unas. No eran exactamente las que se ajustaban a la moda ─la punta era más redondeada─, pero eran camperas. Todos andábamos untándolas con grasa de caballo y mirando a ver cuál era la más “guay” ─aunque seguramente no usáramos la palabra ”guay”, que no conocíamos─. Me gustaban porque te hacían más alto, y unido a que ibas más recto, parecía que estaba un palmo por encima de mí: ¡vaya paradoja! Un día que pasaba por el patio de las chicas, con mis camperas y un jersey de lana azul hecho por mi madre, había un grupo de chicas jugando en los futbolines, y una de ellas me dijo: “Ansede, qué chulo eres”. Me hizo ilusión, ya que pensaba que no existía para las chicas ─hay que ver siempre el lado positivo ¿no?─.
Recibir cartas era una de las cosas que rompían la monotonía. Alguien no contento con las que recibía, se le ocurrió la brillante idea de pedir información turística. El truco era sencillo. Bastaba con omitir en el remite lo de “infantil”. Así quedaba: “Residencia Nuestra Señora de los Angeles”. Dentro, con buena letra, el texto: “estoy interesado en recibir información…”. Y la dirección: “Oficina de Turismo de Cuenca”, por ejemplo. ¡Y ya está! Al de unos días, tenías diez y ocho panfletos sobre Cuenca: qué ver, dónde comer, qué excursiones hacer... Cuanto más gordo era el sobre, más feliz eras. Era como coleccionar sellos. Claro que alguien, y no quiero decir nombres, con ayuda del director consiguió todos de una vez. El saber que alguien ya había acabado la colección deslavó la competición, y fue el declive del asunto.
Un chico de etnia gitana trajo una moda, aunque sólo unos pocos la seguían. Era una coletilla que repetía: algo como “fua que siii”, aunque me suena algo más extraño. El caso es que sólo le quedaba bien a él, con ese acento peculiar suyo. A los demás les sonaba de pena. Creo que la mayoría éramos conscientes de aquello, y nos absteníamos de utilizarlo.
Coger grillos era divertido, pero la verdad que llevar uno a los dormitorios no hacía tanta gracia. No se si expulsaron a alguien por ello, pero no era para menos. Ya recuerdo alguna noche buscando al p... grillo por entre las taquillas:
─Gri, gri, gri... gri, gri, gri, gri, gri...
─¡Viene de aquí!
─¡No, viene de allí!
─¿Quién ha sido?
─Yo no, ¡dejadme dormir!
─...ANECDOTAS
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Aunque ya el hecho en sí de pasar por la Residencia constituía toda una anécdota, se dieron otras particulares.
Recuerdo un día que apareció en los servicios algo poco habitual. Alguien vino a contárnoslo, y la conversación fue más o menos así:
─Hay un testículo en el baño.
─¿Un testículo? ─preguntamos perplejos algunos, entre ellos Iñaki Ll. y yo─.
─Sí, ha dicho Gloria que es un testículo, y que es una cosa normal.
─Pero, ¿qué tontería estás diciendo? ─replicamos, incrédulos─.Allí que fuimos a verlo. Era como un trozo de carne con forma de huevo. Durante estos treinta años le he estado dando vueltas al asunto, y he elaborado una teoría que documento en un dossier de 103 páginas. Os haré un resumen. Gloria diría que eso era un huevo, es decir, el sustento y la protección del embrión de los animales ovíparos. Claro, que la palabra es polisémica, es decir, con varios significados. Me imagino que en el boca a boca de la noticia, ésta pasó por alguien más culto, y a quien la palabra huevo le parecería una vulgaridad. Por ello, uso otra más técnica: testículo. Resumiendo, que sería un huevo en avanzado estado de gestación.
Una oscura noche, en medio del largo invierno burgalés, hubo un apagón durante la cena. No llegaría a un minuto, pero desde el segundo cero se armó una buena. Parecía una clase de interpretación en una escuela de teatro alternativo. Chillidos, sillas moviéndose, niños corriendo, comida volando... Cuando vino la luz, me llamó la atención ver a un conocido andando por la repisa de la ventana, como un guardia del palacio de Buckingham en su ceremonial, con las rodillas atadas. Creo que un psicólogo hubiera aconsejado repetir la experiencia una vez al mes.
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Un día, la monja que estaba en la cocina salió con una bandeja, ofreciendo tocino cocido: ese “sacramento” que deben llevar unas buenas alubias. Yo por supuesto pedí un trozo, y me supo a gloria ─no me refiero a la monitora─. Me llamó mucho la atención la ocurrencia de la monja.
En una salida al campo, alguien se las arregló para conseguir un bote de Pralín o similar, mitad blanco mitad marrón. Ahí andábamos todos metiendo el dedo en nuestro color preferido. Cerca había un chalet, y fuera un niño de nuestra edad. Yo, que tenía en esos momentos el bote, le dije: “¿Quieres?”. El, categóricamente, me contesto: “Yo no como mierda”. La verdad que la imagen que dábamos no era muy higiénica. Aun así yo, haciendo gala de mi ingenio, le contesté: “No es mierda, es Pralín”. Esto supongo que remataría la mala imagen que dábamos. No sólo son unos cerdos: además son retrasados mentales. En fin, él se lo perdió.
También hay malos recuerdos, aunque ahora, la verdad, ya sólo son recuerdos, sin más. Un día, al salir de clase, a unos chavales ─no sé el por qué─ les dio por pegarme. Una chica muy maja les recriminó lo que hacían, y me dejaron en paz. Acabé con un ojo morado y con una monitora yendo a la cocina a ponerme hielo. Bueno, esto pasaba dentro y fuera porque un día, después de unas vacaciones en casa, apareció un niño con el brazo, la cabeza y yo qué sé más, vendados, al cual le habían dado una paliza ─así, sin más─ en su barrio. En fin, la juventud de hoy en… bueno, de hace unos días.
Recuerdo una epidemia de piojos, sólo una, aunque me extrañe que sólo pasásemos una. Ahí estuvimos venga a lavarnos el pelo como locos. “Frotarse bien”, nos decía Marisa mientras te frotaba la cabeza durante unos segundos para que supiéramos lo que es “frotarse bien”. Después, nos echábamos un líquido y nos liábamos una toalla a la cabeza. ¿De ahí vendrá el dicho “liarse la toalla a la cabeza”?
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De la capilla me acuerdo bien, pero no se por qué leches me veo confesándome. No sé si es que era obligatorio, o a algún niño se le ocurr... No, eso seguro que no. El caso es que recuerdo que iba a confesarme y no sabía de ningún pecado cometido por mí. A ver, no había matado a nadie, no había pegado a nadie, a mi hermano casi ni le veía y además nos llevábamos bien, mis padres estaban lejos... ¡Qué esfuerzo tenía que hacer! Así que preguntaba a los otros para que me diesen ideas: “Di que has discutido con tu hermano, di que…”. El caso que, para el cura, yo era una persona que siempre estaba discutiendo con mi hermano. Reza tres Ave Marías y tres Padre Nuestros. Me colocaba al lado de otros rezadores y rezaba lo que yo consideraba justo, es decir dos Ave Marías y ningún Padre Nuestro. El resto era mover la boca y esperar el tiempo que se suponía se tardaba con el asunto.
Pegado a la Residencia estaba el cementerio. En él reposaban los restos mortales de unos cuantos italianos que les dio por luchar en el bando de los golpistas españoles en la guerra del 36. El resto supongo que eran paisanos del lugar, de todo tipo y condición. La parte del muro que daba a la Residencia estaba como rota. Yo nunca entré allí, pero alguien comentaba que había visto huesos y calaveras. Incluso uno aseguraba que se había llevado una para casa. En fin, se escuchaba cada trola.
Y qué me decís de la gran evasión. En las primeras semanas era normal que alguno intentase escapar, pero posiblemente la fuga más elaborada que se llevó a cabo fue la protagonizada por dos niños que se llevaron un "Sancheski" ─monopatín─ a cuestas. No era mala idea. En un par de días habrían llegado a Bilbao pero les pillaron en la primera cuesta arriba. Yo pensaba siempre: “¿Por qué leches se van todos por la carretera?”.
Sólo recuerdo una fiesta en la Residencia. Fue el segundo año. Me lo pasé muy bien. Recuerdo una representación en la zona de los columpios de los chicos, pero creo que no duré mucho viéndola. Colocaron una cuerda con una traca de la que, al explotar, saltaban juguetes. No nos dejaban acercarnos hasta que hubiera acabado. Al final, no sin dificultades, explotó toda. Algunos listillos se habían escondido en unos árboles cercanos para llegar antes. Pero allá ellos con su conciencia. La fiesta era mixta: los años de la separación por sexos habían pasado, y ya empezábamos con nuestros ligoteos.
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Yo, que como ya he comentado me gustaba bailar, disfruté de lo lindo hasta altas horas de la madrugada ─¿12 de la noche?─ bailando en la “verbena”. Ahora sí estaba bien visto.
No se si fue ese día, hubo una representación en el teatro de la Residencia, que recuerdo como muy variada y pintoresca. Uno, creo que un tal Valentín, hacía un playback de Rod Stewart. Dos chicos, uno rubio y otro moreno, esta vez a pelo, cantaron una canción de los Pecos. El grupo de danzas A, ataviados con los típicos trajes blancos de gerriko rojo, bailaron música popular vasca. Acompañándolos, para hacer bulto a los lados y bailar un poquillo, estábamos los del grupo de danzas B, con chicos reclutados “a la fuerza” por Gloria. Yo era uno de ellos y estaba contento, porque por lo menos de entre los malos era de los buenos. Me pusieron en primera fila. Mi hermano logró escaquearse.
Hubo otras actuaciones sorpresa, como aquella que vinieron un grupo de payasos o similar a actuar al salón de actos o teatro. Me sonaban porque ya los había visto actuar en mi barrio. Sé que comentaron que les había costado mucho llegar debido a alguna nevada pero que, por la directora de la Residencia, lo que fuese. ¡Qué pelotilleros!
Y hablando de nevadas... Recuerdo sólo una en la que nos dejaron salir. Me veo allí, en la sala de juegos, junto con el resto de niños, expectantes por ver cuándo abrían las puertas de cristal. Previamente nos habíamos ataviado para la nieve como habíamos podido. Salimos como locos a pisar la nieve virgen. Yo iba con la idea de hacer un muñeco de nieve, como había visto en las películas: ¡que original! Una bolita que, al rodar, se convierte en una más grande. ¡Mentira! Se convierte en un cilindro. Tenía unos guantes que no tardaron en mojarse, así que corrí a las calefacciones de la sala a intentar recuperarme. La nieve se fue, pero las “bolas” permanecieron durante unos días más.
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Cuando se aprobó el Estatuto Vasco de Autonomía ─finales de 1979─, recuerdo una alegría general. A mí no me parecía para tanto, ya que no tenía ni idea de para qué servía aquello. Gloria estaba muy contenta, y lo celebraba como si hubieran dado la independencia a Euskadi. Me llamaba la atención vivir todo aquello en un pueblecito de Burgos.
Yo solía tener algo que picar en mi taquilla, normalmente paquetes grandes de cacahuetes que me traían mis padres en las visitas. Todas las noches me comía un puñadito. Quién sabe, puede que fuera un pequeño ritual equivalente a oír a mi madre decirme: “Buenas noches”.
Todas las noches nos teníamos que limpiar los dientes. Recuerdo que conseguí un bote de Licor del Polo y me los limpiaba sin ir al baño. Marisa, cuando le dije que con eso no era necesario, se quedó mosca. Pocos días después me obligó a ir: el cepillo ya estaba verde.
LAS NOCHES
Antes de acostarnos solíamos hablar, limpiarnos los dientes y ponernos el pijama. Después apagaban la luz y ponían el cuento. La mayoría de las noches la gente escuchaba el cuento, pero otras... Todavía recuerdo el silbido del cuento de Robin Hood, o las canciones del cuento de Mowgli, o de la bruja novata. Después, se dormía. Había una monitora de guardia que paseaba por los dormitorios toda la noche. Encontrarme con ella a media noche, camino del baño, era lo que menos me gustaba. Cuando algún día la veía de madrugada, pensaba: “Yo no he hecho nada”.
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A veces había pequeños conatos de revolución, que se desbarataban con un simple “psss..”. Otras veces, sin embargo, eran necesarios gritos y amenazas. El último día de curso, nos daban una película sobre la Biblia que duraba mil horas, y otra en colores apagados sobre la Residencia. Llegábamos tan cansados al dormitorio, que pocos eran los que armaban jaleo. Recuerdo de esa película a un niño que metía unos peces en la sopa. "Evidentemente, el guionista nunca ha estado en la Residencia", pensaba yo.
En época de exámenes nos daba por estudiar a la noche, arrimados a las luces piloto del dormitorio. Los que no tenían la suerte de estar cerca de una de ellas, se tenían que levantar. Teníamos que esperar a que todo estuviese en calma para salir de nuestras camas. La verdad es que había un poco de cachondeo en todo aquello, y no faltaban los que soltaban alguna “gracieta” que nos hacía reír a todos. Al final, la entrada de la monitora provocaba una estampida general, haciendo que regresásemos a nuestras camas de la forma más rápida y silenciosa posible.
EPILOGO
Estos son mis recuerdos. Seguramente habrá errores, pero ¿qué serían nuestros recuerdos sin errores? Posiblemente más tristes y aburridos. Tengo otras cosas que contar, pero las dejaré para la secuela de este relato. Sobre todo, son conversaciones con niños que me contaban su historia personal, sus inquietudes o, simplemente, tonterías inventadas.
Sed felices.