Relatos: El tobogán de mi niñez |
- EL TOBOGAN DE MI NIÑEZ
Por Raúl Villaluenga
Gorliz, 12 de Octubre de 2009.
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Podría contaros muchas anécdotas e historias vividas en las cuatro Residencias por las que pasé ─Pedernales, Villarcayo, Albelda y Briñas─, tanto en verano como en invierno. No obstante, y consciente del riesgo de mezclar recuerdos de unas y otras, intentaré ceñirme al máximo a mi paso por la Resi de Villarcayo.
Al poco de llegar, y tras clasificarnos en grupos ─de edades similares─, nos subieron a los dormitorios y nos asignaron a cada uno nuestra cama. Comenzaba, con ello, la aventura de descubrir tu pequeño territorio.
Cada uno tenía un armario con tres cajones y un perchero con tres perchas. A los pies de la cama, estaban las sábanas dobladas. Junto a ellas, la manta, la almohada y esa peculiar colcha de cuadros, con un cosido saliente que la adornaba, y que marcaba la forma de la cama cuando estaba colocada.
También disponíamos de una mesilla, y ¡vaya con la mesilla! Tenía una tapa, que como te descuidaras, te daba un fuerte golpe al cerrarse. Nos mandaron hacer las camas, cuidando de que no tuvieran ninguna arruga. Tras ello, debíamos ponernos el uniforme: un pantalón corto y un polo, unos calcetines blancos y unas playeras. Teníamos además zapatos, pero eran para los domingos. Nos enseñaron los lavabos y duchas. En los lavabos había un unos soportes salientes de la pared ─junto a cada lavabo─, con un jabón: parecían pequeños balones de rugby.
Contigua al dormitorio, estaba la habitación donde dormía la monitora de guardia nocturna. Nos separaba de ella una pequeña ventana, con una mirilla para observarnos sin necesidad de abrirla.
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Cuando llegaba la hora de dormir, nos quitábamos la ropa, poníamos el pijama, limpiábamos los dientes, y ¡a la cama! La monitora, entonces, anunciaba: “¡Dos minutos para apagar la luz!”. Efectivamente, al de poco se apagaban los tubos fluorescentes que había sobre los armarios, y se encendían unos pilotos por los pasillos, que iluminaban lo justo para poder ir al baño sin tropezar. A continuación, empezaba a sonar por los altavoces una pequeña música, acompañada de una voz profunda y entrañable, narrando una historia cualquiera, que nos dejaba adormecidos. Estas historias eran estupendas, sobre todo las de tema religioso, que a mí más me gustaban: Sansón y Dalila, los Diez Mandamientos, el santo Job, etc.; y otras diferentes como las de Mowgly ─El Libro de la Selva─, Blancanieves, Bambi, el soldadito de plomo, etc. Mientras escuchábamos estas historias para dormir, la monitora daba varias vueltas para asegurarse de que todos estábamos ya acostados y en silencio. Aunque, a veces, metíamos un poco de ruido con la mesilla, al intentar coger un caramelo o cualquier otra cosa, y no veas cómo se ponía.
Cuando alguien hablaba y no callaba, la monitora pedía que saliera al pasillo para imponerle un castigo. Algunos veces salía el responsable, pero otras no. En este caso, se castigaba a todo el dormitorio hasta que saliera el que había sido.
Después de un buen rato, tras escuchar dos o tres cuentos ─dependiendo de su duración─, se hacía un silencio total, roto a veces por el llanto de alguno. Verdaderamente era una situación penosa: yo también pasé por eso en su momento. En una ocasión, intenté consolar a uno que estaba llorando en mí camarilla, contándole lo bien que se lo iba a pasar, los amigos que se hacían, y que podría ser su amigo si quería. Conseguí tranquilizarle, y me quedé a su lado, hasta que se durmió, procurando que no me viese la monitora ya que podría castigarme. Después de un ratito y observando que ya se había dormido, me fui a mí cama, me tapé…
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Cuando ya me disponía a dormir… comienza a sonar música por los altavoces.
─¿Qué pasa?
─Es la hora de levantarse.Era la voz de la monitora, que proseguía diciendo:
─Los del lado derecho, quitaos el pijama, poneos la toalla, cojed la esponja, el jabón y ¡a la ducha!
Y no veas. Había que correr para entrar de los primeros, porque si no, tocaba esperar en fila.
Una vez en la ducha, tenias que enjabonarte bien. Al salir, estaban las monitoras ─solía venir otra para ayudar─, que te miraban por detrás de las orejas, el cuello y los tobillos. Si comprobaban que no te habías lavado, recibías una pequeña “toñeja”, y de vuelta a la ducha.
Mientras el lado derecho del dormitorio estaba en la ducha, el lado izquierdo tenía que hacer la cama, ponerse la toalla y esperar en la fila de la ducha. Los del lado derecho, a medida que salían de la ducha, nos vestíamos, nos lavábamos los dientes y nos peinábamos, y hacíamos la cama.
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Una vez todos duchados y vestidos, formábamos en fila para bajar a la capilla, a rezar, antes de ir a desayunar.
En la capilla, después de dar gracias a Dios por el nuevo día, salíamos cantando y en orden: aquello de “Ven con nosotros a caminar, Santa María, ven…”, y otras canciones parecidas. Al salir de la capilla, te venía ese rico olor a comida del comedor. Entrábamos en é en orden y en silencio. A la entrada, estaba la mesa de las medicinas, en la que estaba una monja, encargada de que todos aquellos que tenían que tomar los medicamentos, no dejaran de hacerlo. Recuerdo unas ampollas de vitaminas que, a decir verdad, tenían un sabor asqueroso. Bueno, no voy quitaros el apetito, así que, ¡vamos a desayunar!
Primero pasábamos por unos casilleros numerados, donde estaban las servilletas, y donde teníamos que coger la nuestra. El primer día, no sabías dónde, ni con quién, te sentabas. Luego, te hacías amigo de dos o tres, y siempre nos sentábamos juntos.
Los desayunos variaban según el día. Había taquitos de mantequilla o foie-gras ─cuatro, uno para cada uno─ y mermelada, y un tazón de Cola-Cao que nos servían las estupendas chicas de la cocina, con esas grandes teteras metálicas. Luego volvían a pasar para el que quisiera repetir.
No estoy seguro, pero creo que sí: después de desayunar, subíamos a los dormitorios para limpiarnos los dientes, y repasar las camas: la monitora realizaba una ronda, para comprobar que estaban todas bien hechas, y sin arrugas.
Tras ello, salíamos del dormitorio con dirección a las aulas. Teníamos música, lengua, matemáticas, religión, sociedad, artes plásticas y gimnasia.
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En música, aprendí a tocar a la flauta un villancico; en lengua, el profesor nos inculcó la afición a los sellos; en matemáticas, mejor no hablar; en sociedad, los ríos, montes, capitales y una historia que nos contaban; en artes plásticas ─creo que nos daba una monja, como la de música─ aprendíamos a hacer figuras de escayola, para luego pintarlas... La que más recuerdo, era la de una pipa grande, a la que dábamos color con betún de Judea.
Hacíamos también jarrones, con palillos y cerillas ─que servían para hacer las flores─ y ¡vaya bonitos que nos salían! Con pinzas de ropa ─de madera─, construíamos sillas, mecedoras y mesas, añadiendo palitos de helado. A las mecedoras, después de barnizarlas, las colocábamos un cojín rojo de goma espuma, que teníamos que coser, y al llegar a la última esquina, le dábamos la vuelta rematándolo del todo.
Recuerdo que, el primer día de las clases, nos daban el material escolar, como cuadernos Rubio, y los correspondientes libros de Anaya.
Llegó la hora del recreo: hora de divertirse un poco. Tras ella, de vuelta a las aulas… El caso que, entre una cosa y otra,, daban las doce: fin de las clases.
Como siempre y en orden, nos dirigíamos a las salas de juego, hasta la hora de comer. Si no llovía, podíamos salir a jugar también al patio. Disponíamos de poco tiempo, ya que a la una, o una y media, comíamos.
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─¡Piiiiiii...!
Estábamos jugando, cuando escuchamos un fuerte pitido de silbato. Era la monitora, que nos avisaba de que teníamos que formar para ir a comer. Todos corríamos a la sala de juegos, a ponernos en fila, para dirigirnos en orden al comedor.
Como en el desayuno, primero boticas, después servilleta, y a sentarse a la mesa. Antes de comer, unas veces alguno de los niños o niñas, y otras alguna monja, se bendecía la mesa con ayuda del micrófono, diciendo lo siguiente: “Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que vamos a tomar”. Todos contestábamos al unísono: “¡Amen!”.
Mientras contábamos en la mesa las anécdotas de la mañana, empezaba el desfile de las chicas de cocina, con sus carros, trayendo la sorpresa del día en unos grandes boles de cristal, que repartían a cada mesa. Entre primer plato y segundo, alguno se quejaba de la comida: “!Qué asquerosa es¡ ¡Esto no hay quien se lo coma…¡”. Pero al final, todos lo teníamos que comer. Después venía el postre.
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Creo que la correspondencia nos la daban en el comedor, o bien la monitora en la sala de juegos. Pasábamos el tiempo en la sala, o en el patio, hasta la hora de ir a clase nuevamente. Estando en clase, y cambiando cada hora de asignatura, nos daban las cinco de la tarde.
Y otra vez al patio. Las monitoras pedían unos voluntarios para ir a por la merienda. Se traían en unos cestos grandes, donde venían unas vienas de pan, acompañadas de algo más sustancioso, que variaba según el día: Nocilla, chorizo, mortadela, chocolate...
La tarde, si no llovía, la pasábamos en el patio de los columpios. De vez en cuando, refrescábamos las gargantas en esas peculiares fuentes, en las que, tras apretar un botón, salía un chorro de agua que te empapaba, o bien con él salpicabas a otros.
También solíamos hacer cosas que no debiéramos, como subir al campanario, para tocar las campanas. Pero había riesgo de electrocutarse, ya que el sistema era eléctrico. Un día estuvimos a punto: justo en el momento de soltarnos de las escaleras, comenzaron a sonar las campanas.
Entre la variedad de posibilidades de pasarlo bien jugando, estaban el fútbol, el baloncesto, los iturris, el inque, las canicas… Llegué a tener una colección de canicas que no veas.
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Había otros juegos, como “campo quemao”, el pañuelito, el esconderite, los cromos, las tabas... Recuerdo además que teníamos un televisor, y una biblioteca, donde había libros y también tebeos. No quisera olvidar las cartas o catetos: eran de las familias, de coches, de motos, etc...
En el patio, recuerdo que solíamos jugar a fútbol-béisbol. Un día me di un fuerte golpe en la cadera, al pasar por las bases. Otro día, me empujaron desde lo alto del tobogán, y el resultado fue un fuerte golpe ─y chichón─ en la cabeza.
Así, pasábamos la tarde, hasta la hora de cenar,
─¡Piiiiiiii... a formar!.
Lo mismo que el mediodía: boticas, servilleta, bendición, cena, un rato de juegos para bajar un poco la cena, y llamada a subir a los dormitorios
Una vez en los dormitorios, como en el principio: quitarse toda la ropa y colocarla bien encima de la mesilla, ponerse el pijama, cepillarse los dientes y a la cama. Silencio, que empieza el cuento y hasta mañana.
Bueno, este es el pequeño relato de mi estancia en la Resi de Villarcayo durante el curso 1976-77, y dos o tres veranos. Quisiera saludar desde aquí a algunos de mis “compis” de fatigas, con los que coincidí varios años aquí y en alguna de las otras Residencias: Garzón, Esparta, Odriozola, Máximo, Eduardo, Valentín, Aitor, Uranga; y Edurne, Ana, Isabel, Cristina...
Un fuerte abrazo.