Relatos: Volviendo la vista atrás



VOLVIENDO LA VISTA ATRAS


Por Raúl Villaluenga

Gorliz, 30 de Junio de 2011.

La verdad es que no se cómo empezar a deleitaros con la experiencia de mi paso por Briñas, pero lo haré como todo el mundo: por el principio.

Primero mi estancia fue de un verano, para ir aclimatándome a dicho lugar, donde disfrute un montón. Todo el día jugando, en la piscina, con esos característicos flotadores en forma de un balón de rugby, rojo o rosado, con una cincha elástica para engancharlo en la cintura, junto con el gorrito de marras. Pero el verano se acabó, quedándome con ganas de volver. Así que, al llegar a casa, mi ama me pregunto:

—¿Qué te pareció la colonia de Briñas? ¿Te gusto? ¿Quieres volver?

—Sí mamá, sí, llévame —le contesté—.

Y, dicho y hecho, volví a la residencia para hacer 5º de E.G.B., en el curso 1975-76.

Son muchas las anécdotas que podría contaros, pero me ceñiré a lo más destacado. Corría el año 1975, año de mucha incertidumbre en todos los aspectos. Entre otras cosas, por estar muy enfermo Franco, aunque a mi edad no veía la importancia que la gente le daba. Total, era un señor viejo, y los viejos se morían.

En este tiempo, aún no estaba construida, o más bien acabada, la que hoy se conoce como Autopista Vasco-Aragonesa, haciéndose necesario atravesar el Puerto de Barazar para llegar a la Resi, provocando con sus curvas algunos mareos.

Llegamos a la Residencia de Briñas a media mañana. Y lo primero, el recibimiento del personal de la misma. Aquella acogida me pareció sorprendente.

Como de costumbre, nos llevaron a las habitaciones para que dejáramos nuestras cosas. En aquel tiempo parecía muy moderno: unos catres con dos amplios cajones debajo de cada uno. También teníamos una pequeña mesilla con su lámpara, y un pequeño ropero.

En el centro de la habitación se dibujaba un pasillo central, donde estaba situada una hilera de lavabos con sus espejos, y unas cajoneras donde guardar el cepillo y la pasta de dientes de manera individual.

Tras dejar nuestras cosas, nos enseñaron las diferentes dependencias: las aulas, el comedor, la capilla, etc... En fin, no voy a daros la vara, con esto.

Hacíamos muchos trabajos manuales, con corcho, palillos, alubias o arroz, o algodón, por ejemplo. Llegábamos a hacer unos trabajos increíbles, como unos murales asombrosos que recuerdo ahora. También editamos un periódico con noticias e historias diversas, de dentro y de fuera de la Resi, al igual que entrevistas a los diferentes miembros del personal. Este periódico se llamaba "Ecos de la Resi". Aún hoy conservo un ejemplar de él.

En esta Residencia tenían una peculiar manera de avisarnos para ir a comer, merendar, cenar, dormir, etc. Simon and Garfunkel para comer. ¿Os acordáis?

El comedor era de tipo self-service. Agarrábamos una bandeja metálica, con unos huecos a manera de platos, donde te vertían la comida: primero, segundo y, por supuesto, el postre. Finalmente, cogíamos el vaso y el pan... ¿o era al principio...? No estoy seguro. Sobre las mesas teníamos unas jarras, también de metal, con el agua. Pero había una cosa que hacía a esta Residencia especial con respecto a las otras en las que había estado anteriormente. Había una maquina de Coca-Cola, pero no como las de ahora. Era como los arcones de los helados, pero en frigorífico y con la tapa de cristal. Se veían las botellas colgadas por el cuello. Cuando metías el dinero en la máquina, podías abrir la puerta, y dejaba la botella libre de la sujeción. La agarrabas, y la deslizabas con la mano hasta el punto de salida. En más de una ocasión intentamos sacar una segunda botella, pero nunca tuvimos éxito. No consigo recordar cuanto costaba, pero imagino que poco.

También recuerdo algunos sábados en que venían excursiones de chavales a la Resi, y que la dirección del centro solía regalarles balones que tiraban desde las terrazas que hacían de tejados.

Hice muchos amigos durante ese curso. En especial, tuve la gran suerte de conocer en Briñas a un niño llamado Aitor, con que hice muy buenas migas. Aitor en ocasiones se tomaba las cosas un poco en broma, y yo, que era más inocente, le seguía en todo, por lo que más de una vez me vi involucrado en sus trastadas. En una ocasión, decidimos coger todos los balones que pudiéramos y los escondimos en un armario que había en clase, junto a la mesa del profesor. A veces nos pillaban y, claro está, acabábamos castigados. En otras ocasiones traía bichos a clase —grillos, lagartijas...—, y una vez trajo un lagarto grande que había cogido durante una de las muchas excursiones que solíamos hacer a San Felices, cercano a la Resi.

Los monitores Guiller y Chechu nos tenían un poco fichados por las diferentes travesuras que a mi compañero se le ocurrían, pero era muy buen chaval. Hubo muchas más trastadas y aventuras, pero las dejaremos para otra ocasión: no os quiero aburrir.

Aparte de ir de excursión a San Felices, también solían llevarnos a un pueblo que estaba pasando las Conchas de Haro —no recuerdo cómo se llamaba—, a Briñas y, como no, a Haro, donde solíamos gastarnos nuestros cuartos en chupitangas. Recuerdo que una vez me compré una pistola que lanzaba unos pequeños discos, y que luego, al llegar a la Resi, me la confiscaron.

Aquel año aún estaba sin terminar el cerramiento de la sala de juegos, donde más tarde instalarían los famosos futbolines y las mesas de ping-pong.

Recuerdo también que una noche alguien gritó en el dormitorio para que miráramos todos al patio. Y lo que vimos fue a tres o cuatro chicas, que jugaban a baloncesto en pijama. Sí, como lo cuento. Era algo muy raro. Más tarde escuchamos que eran sonámbulas, y que se iban a jugar al baloncesto.

En otra ocasión, estando en la habitación, una noche —casi al amanecer— escuchamos un gran estruendo seguido de gritos. Nos levantamos de inmediato para saber qué estaba ocurriendo. Los monitores hicieron lo mismo. Lo que había sucedido era que en la separación de las camaretas y los lavabos, había un pequeño muro de ladrillos macizos, del que se desprendió un gran trozo, que fue a caer sobre el pie de uno de los chavales, aplastándoselo. ¡Vaya impresión que nos dio! Por cierto, de este muro no tengo muy buenos recuerdos, por un castigo que nos impusieron a Aitor y a mí, y que los que estuvieron aquel año puede que recuerden...

También recuerdo a Javi, el monitor, que se enfadaba muchísimo cuando no le hacíamos caso, y amenazaba con contarles a nuestros padres lo mal que nos portábamos, o nos amenazaba con castigarnos sin dejarnos ir al cine, lo que en alguna ocasión ocurrió.

En el cine nos echaban gran variedad de películas, de las que recuerdo algunas de Terence Hill y Bud Spencer, "Sansón y Dalila", "Tarzán en las minas del Rey Salomón", etc...

Luego llegó un mes raro, pero por mi deseado, porque era el de mi cumpleaños. Tres días después de mi cumpleaños, nos dieron una semana de vacaciones, lo cual nos pareció fantástico, aunque no entendíamos muy bien por qué lo hacían. Después nos explicaron el motivo.

Cuando llegaban las Navidades, solíamos decorar las diferentes zonas de la Residencia y hacíamos algún trabajo manual para llevar a casa. Pero sin duda lo que más me gustaba eran las representaciones que hacíamos en el salón de actos. No estoy seguro si fue en esta Resi donde, en una ocasión, hicimos una representación de bailes mexicanos, con botas camperas auténticas, ponchos y grandes sombreros.

Aquí también aprendimos a construir casetas, al fondo de los campos de fútbol, con madera, barro, paja, etc. —con lo que encontrásemos—, y donde una vez terminadas hacíamos merendolas.

Bueno, no me voy a extender más por el momento. Espero que este relato haya ayudado a refrescar un poco la memoria, y os anime a escribir otro con vuestros propios recuerdos.

Sirvan estas líneas como un pequeño homenaje a todos aquell@s profesor@s, monitoras, monitores y demás personal de la Residencia de Briñas, que protagonizaron una parte de nuestra infancia. Un saludo y un abrazo a tod@s: os llevo en mi corazón.